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“Ódiame por piedad yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia…
odio quiero más que indiferencia…”
Julio Jaramillo

 


No hay bolero sin despecho, dijo una vez el poeta.
¿Cómo es que cabe tanto desamparo en esta mesa?
y sin embargo, siempre la belleza, se viene cuajando
en ese destello metálico de la sordina
un aguijón en línea recta al miocardio.


                                (“Reloj detén tu camino, porque mi vida se apaga…”)

Se me ha enroscado la noche en el fondo del vaso,
¿de qué va el olvido?
no hay peor duelo que la ausencia de la muerte,
y ese nombre que ya no me nombra
y pasa como un espeso río negro por mi garganta
empozándose amargo, fruta amarga, vino amargo, dolor amargo.



               (“porque yo a donde voy,  hablaré de tu amor, como un sueño dorado…”)


Cuánta malquerencia coagulada en las venas,
me juego la vida en la hendidura de la rockola,
en el tránsito de la moneda a la canción interminable
una y otra vez.
Mecánica de la poética para no dejarse morir,
por lo menos no, esta noche.
           

                  (“tú diste luz al sendero en mis noches sin fortuna,                                                                                                                         iluminando mi cielo como un rayito…”)



Lumbres de cigarros como luciérnagas agónicas,
piernas que se cruzan, bocas babilónicas que saben encenderse
para devastar cualquier imperio del hombre.
Entre la oscuridad y el humo
también florecen las catleyas.


                                            (“estoy en vida muriendo y entre lágrimas viviendo el pasaje más horrendo…”) 


Lo cierto es que ya sin monedas;
la noche, la rockola, el ron y las ganas de olvido
se apagan en medio del cosmos.
Afuera, los perros saben de frío y orfandad,
sigo mi camino, me voy a dormir
y volveré a nombrarlo para que amanezca.




                    (“tú me quieres dejar, yo no quiero sufrir…”)

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