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No dudaría jamás de la belleza que gozan las pequeñas nostalgias,
una suerte de luz que nos conmueve cuando del otro lado
el alma es un cuarto menguante.
Mi madre colando café a las cinco de la mañana
tarareando a Jaramillo, Gardel o Solís.
Mi padre y los domingos de western con Charles Bronson
el Nazareno descascarado a punta de milagros hechos desde el altar de la casa.
Las butacas reservadas para la tertulia que cada tarde acogía en la puerta a las tías que entre cada puntada de hilo y sorbo de café sacramentaban al pueblo y viceversa.
La belleza de lo único, la alegría de lo ceremonial.
Los espejos de mi casa servían de retratos a los viejos fantasmas,
levantarse en la madrugada por algo de agua nos llevaba a conocer los abuelos y otros rostros no tan familiares.
Reservo una especial emoción por los primeros pesebres.
Hacíamos del portal de Belén una romería de patos, carritos, soldados, casas escarchadas, lagos de espejitos
y una María contemplando una mota de algodón que encubaba al Niño Dios.
Era nuestro serio oficio mantener de pie al rebaño de ovejas y vigilar que ningún bombillo se apagara.

Hoy, cuando mi padre ya no vuelve con el pan de las tardes,
ni con mis lápices para el colegio, ni con su voz pausada
cuando ya no volverá jamás.

Cuando falta una hermana en el ritual de los regalos
y mi madre ya no le encuentra sentido a los boleros porque papá no la escuchará.
Cuando mi pueblo ya no está para cuentos en las puertas.
Cuando el Nazareno fue cambiado por santos nuevos porque a Él se le secaron los milagros
y los pesebres con soldados se hicieron reales y las madres ocultan sus niños de la muerte y la guerra.
Vuelvo a la casa,
busco a mi hermana y a mi padre en los espejos
pero sólo refractan el haz
de polvo olvidado que seré.

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